No existen retratos auténticos de Cristo, á menos que se consideren como tales los retratos archeiropoietas, ó no hechos por la mano de los hombres, que se conservan en las iglesias á título de reliquias; estos retratos son muy venerados por los fieles, pero la crítica de arte les asigna generalmente una fecha muy posterior á la admitida por la creencia popular.
El más célebre es la Santa Faz, ó la Verónica, que ha sido grabado muchas veces. Todo el mundo conoce su origen. Cuando Jesucristo subía al Calvario, una mujer secó su rostro cubierto de sudor y de sangre; los rasgos del Salvador marcaron su huella en el lienzo, que fué expuesto más tarde á la veneración de los fieles bajo el nombre de Vera Icón, verdadero retrato. El pueblo, por una transposición de letras, llamó á este velo Verónica, y dió el nombre de Verónica á la mujer que había recogido esta preciosa reliquia.
Otro retrato milagroso muy célebre es el que el mismo Jesucristo formó aplicando su rostro sobre un lienzo, y que envió á Abgaro, príncipe de Edesa. Abgaro hizo pegar este retrato sobre una tabla, y fué transportado de Edesa á Constantinopla, bajo el reinado de Constantino Porfirogeneta.
Estos retratos no fueron conocidos hasta el tiempo de Constantino. Sólo en esta época es cuando los cristianos se preocuparon de la figura exacta que podía haber tenido el Salvador. Cuando se le representaba en la edad primitiva, era unas veces bajo la forma de un adolescente imberbe, y otras bajo la de un hombre con barbas, ó hasta de un viejo. Pero los rasgos son diferentes y no implican de ningún modo el parecido que se pide á un retrato. La edad que se le ve no está en relación con el momento histórico reproducido por el artista. La extrema vejez que se le da algunas veces no está justificada por los evangelios canónicos; pero los evangelios apócrifos, que son muy numerosos y que varían enormemente en cuanto á la edad de Cristo, no eran rechazados como lo han sido después, y los artistas tomaban frecuentemente de ellos sus asuntos.
Por lo demás, era tanto más difícil á los artistas entenderse sobre el rostro que debía tener el Salvador, cuanto que los mismos Padres, que habrían debido guiarlos, no se entendían tampoco, y que la cuestión de saber si era hermoso ó feo suscitó entre ellos disensiones curiosas en extremo. Los dioses de la antigüedad, que eran las fuerzas de la naturaleza personificadas, debían expresarse en sus formas materiales por tipos que revistieran todo lo más posible la perfección física. Pero, venido al mundo para sufrir, nacido en un establo, modelo de sacrificio y de humildad, Cristo, tipo puramente moral, debía arrastrar á la humanidad con el ejemplo de su virtud, y no tenía necesidad de seducirla con los encantos de su persona. «Tenía, dice San Clemente de Alejandría, no la belleza de la carne que aparece á los ojos, sino la verdadera belleza del alma y del cuerpo. La belleza de su alma consistía en hacer bien á todo el mundo, y la de su cuerpo en la inmortalidad.» San Cirilo pensaba de la misma manera; y Tertuliano escribía: «Si Jesús es feo á los ojos de los hombres, si sus rasgos son groseros y viles, yo reconozco en él á mi Dios.»

Según la opinión de los Padres africanos, Jesús, al tomar todas las flaquezas humanas, se había inoculado la fealdad, y sus formas repugnantes eran el testimonio de su sacrificio. Algunos Padres, cediendo acaso á pesar suyo á una educación semipagana, reconocían el carácter divino de la belleza, y no podían resignarse á creer que Cristo fuese inferior bajo este aspecto á los dioses de la antigüedad. «Era, dice San Agustín, hermoso en el seno de su madre, hermoso en los brazos de sus padres, hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro»; y San Crisostómo dice: «Su padre celestial vertió sobre él á torrentes la gracia corporal, que dispensa á los mortales gota á gota.»
Pero la mayoría pensaban que había tomado por humildad una forma fea, y se llegó hasta llamarle el más feo de los hijos de los hombres, Esta opinión adquirió tanto más crédito cuanto más opuesta era á la idea que los paganos se habían formado siempre de la divinidad. «Jesús no era hermoso, luego no era Dios,» exclama el pagano Celso en su polémica con Orígenes. Se hacía pues imposible á los artistas cristianos imitar á los paganos en la representación del tipo divino, y necesitaban buscar algo nuevo. Establecióse sin embargo un compromiso entre la vieja tradición que quería que un dios fuese siempre representado joven y hermoso, y la creencia de la época, que pintaba á Jesús como desprovisto en absoluto de gracia. Cuando se le representaba obrando como Dios, es decir, en su gloria, era bajo la forma de un adolescente imberbe como Baco ó Axlonis; pero cuando se le representaba como hombre, se le daba á menudo los rasgos de un viejo centenario, extenuado por la fatiga y el ayuno.

Cuando la Iglesia triunfó decididamente, se hicieron muy frecuentes las imágenes del Salvador, y la idea de belleza comenzó á prevalecer. Pero esta belleza no tenía nada de común con la tradición antigua. Estaba severamente prohibido imitar y aun mirar á los ídolos, y á un artista se le secó la mano por haberse atrevido á representar á Cristo bajo rasgos que recordaban los del Júpiter antiguo. Entonces fué creado el tipo que prevaleció durante toda la Edad Media, y que el arte moderno ha mejorado sin modificarlo en su principio. Es un rostro de un óvalo algo prolongado con una fisonomía grave y melancólica, la barba corta y los cabellos partidos en medio de la frente. La famosa carta de Léntulo, que obtuvo entonces mucho crédito, parece haber ejercido una gran influencia sobre el tipo que prevaleció á partir de aquel momento.
He aquí esta carta, que fué admitida como escrita por un contemporáneo de Jesucristo: «En aquel tiempo apareció un hombre que vive todavía y que está dotado de un gran poder: su nombre es Jesucristo. Sus discípulos lo llaman Hijo de Dios; los demás lo miran como un profeta poderoso. Resucita los muertos, y cura á los enfermos de toda clase de dolencias. Este hombre es alto y bien proporcionado; su fisonomía es severa y llena de virtud, de manera que al verle se le ama y se le teme también. Sus cabellos tienen el color del vino, y hasta el nacimiento de las orejas son lisos y sin brillo; pero desde las orejas hasta los hombros brillan y se rizan. Desde los hombros bajan por la espalda, distribuidos en dos partes á la manera de los nazarenos. Frente pura y tersa; rostro sin mancha y templado por cierta rubicundez; fisonomía noble y graciosa. La nariz y la boca son irreprochables. La barba es abundante, del color de los cabellos, y partida. Los ojos son azules y muy brillantes. Reprendiendo y condenando es temible; instruyendo y exhortando tiene la palabra amable y acariciadora. La cara es de una gravedad y de una gracia maravillosas. Nadie lo ha visto reir ni una sola vez; pero se le ha visto llorar muchas veces. Esbelto de cuerpo, tiene las manos finas y largas y los brazos encantadores. Grave y mesurado en sus discursos es sobrio de palabras. Es el más hermoso de los hijos de los hombres.»
Este retrato, enviado por Léntulo al Senado, considerado hoy como apócrifo por la mayoría de los críticos, sirvió de tipo á las imágenes adoptadas en la Iglesia, y los artistas de la Edad Media se esforzaron por conformarse á él. Pero, si durante siglos se ve á Cristo revestir rasgos que se refieren á la misma tradición, la expresión de su fisonomía se modifica según las costumbres y según la idea que se tiene de la divinidad.

El suplicio de la Pasión no fué representado sino muy tarde. En los tiempos primitivos se ve la cruz, pero sin Cristo. Este se muestra hacia el siglo X, pero completamente vestido con una larga túnica con mangas, que, á medida que se avanza, va acortándose. En el siglo XII desaparecen las mangas y el pecho queda al descubierto; y en el XIV el divino mártir tiene un pedazo de tela alrededor de la cintura, tal como lo vemos hoy. El tipo que prevaleció entre los pintores y los escultores del siglo XV y parte del XVI es el de un Cristo de una delgadez espantosa, deformado por el ayuno y el sufrimiento. Las pinturas de este género son muy comunes en las iglesias y en los museos. Todos los maestros de las escuelas primitivas representaron á Cristo con lágrimas en los ojos, llagas amoratadas y huellas sangrientas del látigo y de la corona de espinas. Nuestro divino Morales es célebre por sus Cristos ensangrentados y descarnados, que la Madre de los Dolores baña con sus lágrimas. La costumbre de las peregrinaciones á Tierra Santa, dió á los artistas de la Edad Media una forma diferente de Cristo. Compararon la vida humana de Jesucristo á un viaje penoso y doloroso, y lo vistieron de peregrino.
El Renacimiento italiano, que se señaló por una vuelta á las ideas de la antigüedad, trató de dar á Cristo la belleza de formas que Grecia daba á sus dioses, pero conformándose al tipo admitido por la Iglesia. La cabeza de Leonardo de Vinci, en la Cena de Milán, gustará siempre a los artistas, que ven en ella la belleza física unida á la belleza moral; á los arqueólogos, que encuentran en el arreglo de la barba y de los cabellos un recuerdo ingenioso de las tradiciones más antiguas; á los cristianos de los tiempos modernos, que en la mezcla de serena inteligencia y de infinita dulzura del rostro reconocen el Dios de mansedumbre y de perdón que las madres enseñan á sus hijos. Sin embargo, este cuadro célebre es obra del genio más bien que de la fe, y se le ha reprochado parecer más bien un banquete de filósofos que una asamblea de hombres sencillos.

Al tipo de Leonardo de Vinci, los protestantes oponen el de Rembrandt, que encuentran más conforme con los relatos del Evangelio. El Cristo de Rembrandt no es hermoso físicamente, y los apóstoles que le acompañan son hombres del pueblo que no tienen el brillo de inteligencia que les presta el pintor italiano.