Hemos estudiado á Cristo bajo la forma simbólica que le dió el arte primitivo, y vamos á ver ahora cómo se le representa cuando reina glorioso en el cielo ó preside el juicio final. El triunfo de Cristo es uno de los asuntos que gustaban más á los artistas, y naturalmente lo representaban con las ideas y los elementos de su tiempo. En las pinturas bizantinas se le ve sobre un trono, escoltado de santos y adorado por los ángeles; con frecuencia lleva los ropajes de un arzobispo, y este traje se encuentra todavía en las pinturas italianas del siglo XIV.
En las esculturas de muchas iglesias se ve á menudo á Cristo glorioso rodeado de los cuatro signos de los evangelistas, de los apóstoles ó de los veinticuatro ancianos. Otras veces está medio desnudo mostrando sus llagas, y á su alrededor hay ángeles que llevan los instrumentos de la pasión. Algunas veces es representado vencedor de los animales satánicos.
En las representaciones del Juicio final, tan comunes en la Edad Media, el artista se preocupa ante todo de la idea de poder, y Cristo, bajo este aspecto, ofrece una expresión que no le había dado jamás la edad primitiva. Cuando se le pintaba bajo la forma del buen pastor, su fisonomía estaba llena de dulzura. Esta manera de concebirlo se acordaba perfectamente con la idea que debían formarse de él los primeros cristianos. Si en la edad heroica del cristianismo no encontramos ni una tentativa de rebelión ni una queja de los mártires contra sus verdugos, vemos también que el arte no representa jamás ninguna escena de la pasión de Cristo ni ningún rasgo que se refiera á las persecuciones, y hace dominar por todas partes la idea de clemencia y de misericordia.
Pero tan pronto como el cristianismo llegó á ser el culto oficial, los verdugos de la víspera se afiliaron voluntariamente bajo la bandera de Cristo, porque no sólo no se corría ya aquí ningún peligro, si no que todo el interés estaba en colocarse en este lado. Quedó el campo abierto á todas las ambiciones; la pobreza y la pureza primitivas siguieron siendo honradas de nombre, pero el título de obispo, que en otro tiempo implicaba una vida de privaciones con el martirio por remate, atrajo sobre el que lo llevaba la riqueza y la consideración y convirtióse en el objeto de todas las ansias.
Se había soñado una sociedad fraternal en que todos los hombres, renunciando á los vicios en recuerdo del que es pureza, olvidando sus luchas en memoria del que es amor, desdeñando las grandezas humanas en recuerdo del que quiso nacer en un establo, iban á realizar en la tierra el reinado de Cristo y la moral evangélica. En lugar de esto, el imperio de Bizancio dió el ejemplo de una corrupción que nada tenía que envidiar al reinado de los Césares, de luchas incesantes que casi siempre tenían por móvil principal el interés, y aplicó á todas las funciones y á todas las posiciones una jerarquía y una etiqueta que jamás había conocido la antigüedad. En vez de la unidad de creencia, hubo herejías sin número, y se degollaron las gentes por sutilezas teológicas.
Desde este momento, los santos y los puros, que habían sabido vivir entre los paganos porque alimentaban la esperanza de hacerlos mejores enseñándoles la fe, no tuvieron otro recurso que retirarse al desierto y protestar contra la sociedad. Comenzó el ascetismo, duro para sí mismo, pero duro también para los demás, condenando este mundo, del cual por otra parte se creía muy próximo el fin, y protestando, por la renuncia de todas las cosas, contra los vicios que condenaba. El ascetismo caracteriza la segunda época del cristianismo, como el martirio caracteriza la primera, y entonces representó el elemento más puro y más convencido. Los santos se retiran al desierto para huir de la sociedad que es mala, y los que quedan en el mundo se ven todos comprometidos en luchas terribles por la fe, puesta en peligro por todas partes por las herejías.
No podía el arte dejar de traducir estos sentimientos. Toda la vida de los mártires puede resumirse en dos palabras: resignación y esperanza, y el Buen Pastor de la edad primitiva muestra un Cristo que conviene á semejantes hombres. Pero en la segunda época del cristianismo no se oye ya más que anatemas: bajo el pincel de los monjes artistas, Cristo se hace duro y terrible. Es inmenso, mucho más grande que todas las demás figuras en medio de las cuales aparece y que se prosternan temblorosas á sus piés. Su aspecto no expresa ya la humildad, sino el poder; su gesto condena más bien que bendice. Los siglos de hierro que componen la Edad Media no podían concebir á Dios de otro modo; y la brutalidad de las costumbres que los bárbaros añadieron á los vicios de la sociedad antigua, habría impedido comprender un tipo que no expresara la fuerza y la violencia.
Bien pronto, lo mismo en Oriente que en Occidente, Cristo fué representado de la misma manera; el objeto del artista es el mismo en todas partes: que el Dios que representa inspire el temor; si hubiera sido dulce y benévolo, la Edad Media no lo habría comprendido. En los juicios finales, dice Didrón, esculpidos y pintados en nuestras catedrales, Cristo parece insensible á las súplicas de su madre, que está colocada á su derecha, de San Juan Evangelista su amigo, ó de San Juan Bautista su precursor, que están colocados a su izquierda. Confunde á los malos mostrándoles las heridas de sus manos, de sus piés y de su costado, y los anega en la sangre que corre de sus llagas. Los griegos, más hebraizantes que los latinos, tienen un Cristo más terrible todavía. Los frescos bizantinos representan ordinariamente el juicio final. Allí se ve á Cristo sentado en un trono y rodeado de ángeles que tiemblan de espanto oyéndole las terribles maldiciones que lanza sobre los pecadores. No sólo es juez este Dios como entre nosotros, sino que además es el ejecutor de sus fallos. Apenas ha pronunciado la sentencia de reprobación, surge á su voz un río de fuego de su trono, de debajo de sus piés, y devora á los culpables.
Bajo esta forma terrible, fué como la Edad Media dogmática representó á menudo á Cristo, conservándole el rostro ovalado, la barba y los largos cabellos que le daba la tradición, Un artista del Renacimiento, que tenía el carácter y las pasiones de los hombres de la Edad Media, Miguel Angel, concibió á Cristo, aún en medio de una civilización refinada y delicada, bajo la forma de un juez implacable. Pero esta fué la última vez que el Salvador tomó esta expresión en el arte. Decía madama de Stael que Miguel Angel jamás había sospechado que Dios fuese bueno: seguramente sé siente uno tentado á creerlo al ver el Cristo del Juicio final pintado por este artista en la capilla Sixtina, y cuyos rasgos, por otra parte, no están en nada conformes con los de la tradición. Miguel Angel hizo esta pintura maldiciendo á los enemigos de su patria y bajo la impresión de los males sin cuento que afligían á Italia; pero la expresión de dureza que dio á su Cristo ha sido tradicional durante muchos siglos.